
Recuerdo tumbarme en el suelo de mi habitación entre todos los muebles, papeles, juguetes y ese maravilloso caos propios del cuarto de una niña de ocho años.
Parar y mirar hacia arriba.
Allí, un amplio e inmenso techo blanco.
Me gustaba mirarlo y situarme de pie en él. Sentir un nuevo suelo y con él un nuevo espacio donde jugar.
Ese otro lado me brindaba la oportunidad de explorar nuevas perspectivas.
En ese otro lado estaba mi nuevo espacio y yo, nada más.
Ese otro lado me hacía despojarme de todo lo material que tenía alrededor y crear un espacio mío de principio a fin.